25 abr 2007

LAS CASAS - 3

Cuando llega la primavera y cesan los fríos, ya no es tan necesaria la lumbre en el suelo. Muchas amas de casa optan entonces por la comodidad del fogón, un fogón portátil que estuvo todo el invierno descansando en otro cuarto y que no es más que una mesa con el tablero recubierto de baldosas, debajo de las cuales se ha colocado una capa de arena, para amortiguar el calentamiento y evitar que arda todo el mueble. Hay otros fogones llamados copas, por su figura. Son como unas gigantescas copas de barro cocido, de una forma pareci­da a las pilas bautismales, de un metro aproximadamente de alta y algo menos de diámetro superior. Son fabricadas en las alfarerías de la Villa. Se la llama la Villa, por antonomasia, a la villa de Mombeltrán. Los alfareros las suministran huecas, tal como salen del horno. Se coloca un plato por dentro, ta­pando el orificio. Encima un saco de serrín, llenado casi hasta el borde. Después una capa de ceniza amasada con agua y bien apisonada y ya quedaba elaborado el airoso fogón.
Herodoto, el padre de la Historia, empezó haciendo un relato de las guerras médicas. En esto citaba a un rey o un pueblo; daba marcha atrás, contaba todo lo que sabía de aquel rey o de -aquel pueblo y después volvía donde quedó. Así hizo toda una historia universal. Dispense el lector si plagio tal método de tal sabio y puesto que ahora he mencionado las alfarerías de Mombeltrán, trasladémosnos con la imagina­ción al antiguo Colmenar de las Perrerías y déjenme relatar una escena de hace ya bastantes años. No voy a aprovechar que aquello fuera en tiempos un feudo de Don Beltrán de la Cueva para relatar los chismes de la corte de Enrique IV. No voy a hacer una descripción de su bello castillo, que bastante popularizada fue su imagen por los folletos de turismo y por aquellos anuncios que en «ABC» hacía Perborol. Frente a ese castillo hay una explanada, llamada la Soledad, del nom­bre de una ermita allí existente. Bellos y corpulentos olmos adornan el paraje.
En «illo tempere», cuando la calle de la Triste Condesa, de Arenas de San Pedro, la cambiaron de nombre y la llamaban calle Alcalá Zamora, el autor de estas líneas fue unos días a las fiestas de Mombeltrán, donde tenía una casa en la que !e dieron rumbosa hospitalidad. A la vera del castillo, en la explanada se había formado el baile campestre. Había va­rias tabernas a la boca de unos subterráneos que minaban la colina donde estaba la fortaleza. Aquellos subterráneos en un tiempo tendrían su por qué estratégico, pero ahora son humildes bodegas. A la puerta de cada túnel se había levan­tado un solombrajo de palitroques y retamas que defendían del sol a los bebedores. Había gente bastante contenta, prin­cipalmente dos jovenzuelos que todavía los recuerdo ¿Qué habrá sido de ellos? ¡Tantas cosas han pasado! Terminaron de beber el jarro de limonada. Le estrellaron contra el suelo y pidieron otro que les fue prestamente servido. Continuaron cantando una canción con aire de tarantela y argumento anti­clerical. El camarero no se enfadó porque rompieran el jarro, ni mucho menos. Estaba acostumbrado, porque lo hacían todos los parroquianos. Si alguno no le rompía era porque le apartaba a un lado para llevársele a casa. Los jóvenes estaban contentísimos. Seguían cantando con la alegre musiquilla. Ahora la copla decía:
«¿Sabéis por qué toca tanto
la banda municipal?
Porque tiene, porque tiene
porque tiene que tocar».
A los forasteros sobre todo les entusiasmaba eso de que el cliente tuviera derecho a romper la vasija una vez que habían bebido. Se podía asegurar que la mayoría de los bebedores bebían, más que por la limonada, por darse el gustazo de romper el cacharro contra las losas del pavimento. Los mo­zos de la canción seguían con la misma música renovando estrofas:
«Los muchachos a la escuela,
las mujeres a fregar,
los hombres a la taberna
y viva la libertad».
Eso de que en las tabernas permitan romper la vasija solo puede hacerse en la Villa, al pie de la fábrica. Hay que darse cuenta que los productos cerámicos tienen poco valor por unidad de volumen y los transportes gravan mucho su precio. Solo con jarras que no han viajado puede el tabernero cargar su coste en el de la bebida.
Los mozos volvieron a cantar la canción anticlerical. ¿De dónde serían aquellos mozos? No cabe duda, de cualquier pueblo situado entre Candeleda y Piedralaves. Si fueran del otro lado del Puerto del Pico no serían tan alborotadores ni cantarían con aire provocador.
Siguieron bebiendo y rompiendo cacharros. El himno de Riego tiene un aire alegretto. Se presta a canciones de limonada y romería. Pero con aire alegretto se sigue aloca­damente el camino que conduce a la tragedia. No se crea que sólo excita el ardor bélico, el andante maestoso.
Pero volvamos a Poyales y a sus casas.

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